martes, 4 de octubre de 2011

ELOGIO DEL SILENCIO

   

El viaje, aquel viaje liberador y premonitorio, comenzó hace mucho tiempo, en una edad tierna, inexperta.
Todo comienzo es joven y, por añadidura, inquieto, con la inquietud de la prisa por llegar a todas partes; joven, sí, y por ello ardiente, con el ardor de la infinidad de estímulos por devorar sin mesura.
¿Reconocéis en este punto el aluvión de voces, discursos, clamor, barullo para este pobre aprendiz de caminante? Y unas pequeñas, inapreciables señas de identidad tratando de manifestarse, de conformarse con retales de talento y picardía tomados en préstamo aquí y allá.
En el principio, pues, fue el ruido. Lejos del yo resuena lo otro, se hace poderoso adentro; se asimila el ajetreo -un devenir de almas disociadas, solipsistas-, el mercadeo -el valor superficial como etiqueta impertinente-, la medida -un lenguaje reductor de todas las dimensiones- o la urgencia -ese desequilibrio permanente y agónico-.
            Sin embargo, la personalidad madura desde un crisol primitivo. Nacemos siendo niños y nacemos también enajenados de toda cultura que nos guíe en la explicación del porqué de todo lo que nos rodea.
            Esa edad antigua, rodeada de dudas, era el silencio. Mirando las estrellas en soledad, escuchando crepitar el fuego de la noche, sintiendo alaridos lejanos, estremecedores, dejando fluir el cauce permanente de un río.
            En algunas estaciones de mi viaje, comencé a encontrar escenarios antiguos y todos invitaban al recogimiento interior. En ellos no había urgencia, sino perennidad. Había infinitud y no medida. No había valor; todo era incalculable. Y había una poderosa intuición de identidad común entre ello y yo mismo. En efecto, todo conducía al propio yo.
            Veréis, en el silencio de esa edad antigua todo sonido manifiesta de manera cristalina una realidad. Es absoluto, indudable, lento, dilatable hasta la ubicuidad. Y es entonces, en ese contrapunto de existencias e inexistencia, de sonidos y silencio, cuando el viaje hacia el yo comienza a trazar el rumbo exacto.
            Han transcurrido innumerables jornadas desde el comienzo de mi aventura. Voy aprendiendo a buscar en cada una de ellas el origen de todas las dudas, de todas las reflexiones: el silencio. Voy apagando los estímulos ajenos al yo, voy adentrándome en el pálpito original, la madre de todas las certidumbres, hasta que sólo escucho mi respiración, mi pulso, mi garganta, mi existencia; hasta que comprendo que mientras viva no hallaré el silencio, no dejaré de buscarlo.
            Este es mi viaje, amigos. Cada jornada redibuja los perfiles de mis anteriores averiguaciones, de mis creencias. Escucho nuevos sonidos que no reconozco, lenguajes atávicos describiendo una realidad nueva por abordar. Sin querer evitarlo, me dejo atrapar por ellos.
            De tal modo que, poco a poco, voy identificando las alteraciones relevantes del silencio con marcadores más o menos  fiables que comparto, por fortuna, con otras almas. Los llamamos palabras.
            Y todo ello, paso a paso, va ingresando en un inestable y rudimentario almacén que tan solo me pertenece a mí –aunque no estoy del todo seguro- y que hemos determinado llamarlo memoria.




Foto: Henri Cartier-Bresson