jueves, 24 de abril de 2014

JOAN MASCARÓ EN EL CUADERNO DE ZENÓN


            «Al igual que el prodigio de las estrellas del cielo sólo se revela en el silencio de la noche, el prodigio de este poema únicamente se revela en el silencio del alma.»

Bhagavad Gita.
Introducción.
1960


lunes, 14 de abril de 2014

SCOTT LASH EN EL CUADERNO DE ZENÓN




         «Lo que se requiere es una noción de la implicación en las prácticas comunales a partir de las cuales se desarrolla el yo. Y quizá una de las claves se encuentre […] en una ética fundamentada en la “cura”.»

Modernización reflexiva
Ulrich Beck, Anthony Giddens y Scott Lash
1994



viernes, 4 de abril de 2014

LAS DOS BELLEZAS

                - En realidad soy yo quien necesita la penumbra para hablar de todo aquello que he callado, Sofía. Desde el reconocimiento de todas mis impericias hasta la declaración de todas mis debilidades y mis dudas. Hoy quiero empezar por ti.
                - ¿Por mí, maestro?
                - Sí, amiga mía. Quiero empezar declarando mi debilidad y mi desconcierto ante la belleza.
                - Prosiga, pues. Le escucho.
                - Hay dos tipos de belleza: la belleza que ensancha la dimensión interior de quien la percibe y la belleza que enciende todos los mecanismos de la dimensión externa del observador. La primera da y la segunda exige. La primera nos concede paz, comprensión, comunión, esperanza, confianza, armonía. La segunda nos reta, se declara superior –anhelable, pero inalcanzable-, nos humilla ante ella, necesitamos reconocerla de manera profunda e integral, anexionarla a nosotros. Ésta segunda es la que detenta el erotismo, y ante ella siempre me he sentido torpe.
                He bebido de mil fuentes de belleza; toda mujer que seducía de una u otra manera era una diosa, tal vez sin quererlo. Sin merecerlo también en muchos casos, pues nada había hecho por poseer tal don. Con su indolencia algunas afeaban y empobrecían tal belleza.
                - Creo que se aleja usted de la realidad, Jean Jacques, que suele ser más simple y, desde luego, múltiple.       
                - Sí, tienes razón. Pero necesito explicarme a mí mismo qué hay en la belleza, en el erotismo, que toma el control del yo, invita a la contemplación, el roce, despierta la intensidad de todos los sentidos. Y lo necesito ahora, precisamente, que casi ya no puedo disfrutar de uno de ellos.
                - Puede que sólo sea el instinto animal, la reacción de las hormonas. O puede que sea, además, el mecanismo de supervivencia de la especie como proyección de un futuro deseable, plausible.
                - Indudablemente. Por eso la fuerza del instinto vence casi siempre a la contención de la razón. Y por ello, no puedo yo, como hombre, dejar de mirar y admirar desde esa pulsión erótica a una mujer, aunque fuera la mujer de mi hermano o mi mejor amigo. Y es aquí donde quiero regresar al principio de nuestra conversación.
                - Reconozco que me da un poco de miedo esta deriva.
                - No te preocupes, Sofía. Llegaremos a buen puerto.
                - Pues adelante.
                - Entre tantas y tantas fuentes de seducción que he disfrutado y admirado en mi vida, he de decirte que tú eres una de las más sublimes. De alguna manera me has ayudado a resolver la contradicción que yo vivía. 
                - Es bueno saberlo.
                - ¿Recuerdas que te hablaba al principio de dos modos de belleza?
                - Sí, claro.
                - En la percepción erótica predomina la belleza que despierta nuestro exterior; es el deseo. Pero en aquel sentimiento que llamamos platónico, se produce la implosión interna; es el amor.
                -  ¿Y qué tiene que ver eso conmigo, maestro?
                - Cuando te presentamos a Emilio, cuando nos conocimos, eras muy joven. Como preceptor de Emilio, como adulto, se supone que yo debía quedar al margen; creo que me entiendes.
                - Perfectamente.
                - Pero eras –y eres- una mujer de una extraordinaria belleza y no creo que haya muchos hombres que puedan quedar indiferentes a este hecho.
                - …
                - No creo que te sorprenda mi confesión ahora.
                - Debo reconocer que me incomoda.
                - Ten paciencia. Es algo más complejo.
                - Le escucho.
                - Esa admiración venía – por qué negarlo- cargada de una fuerte pulsión erótica. La conciencia de ello me turbaba enormemente, puesto que mi responsabilidad sobre la educación de Emilio y tu implacable juventud hacían que fuera realmente inconveniente. Pero pasaban los días y no hallaba la manera de serenar mi instinto. Entre tanto nos íbamos conociendo y depositabas tu confianza en mí, como lo había hecho Emilio. Esto fue cambiando muchas cosas: cuanto más ejercía de maestro, menos peso en nuestra relación tenía la libido. Cuanto más te conocía interiormente, menos física o visual era muestra relación.
                - ¿De qué manera, entonces, le ayudó esto a resolver la contradicción?
                - Ahí quería llegar. Cuando nuestra relación fue más compleja, tanto interior como exteriormente, tanto física como espiritual o racionalmente, descubrí que había vislumbrado en ti la otra dimensión de la belleza, la que conforta, la que une, la que me serenaba y permitía crecer juntos.
                - Pero hay una cosa, Jean Jacques, que no comprendo: ¿la belleza “platónica” vence a la erótica, la esconde, la acalla? ¿Qué ocurre realmente?
                - Creo que no es nada de eso. Estoy seguro de que no la vence ni es vencida. Y me parece que no la esconde ni la puede acallar del todo.
                - ¿Entonces?
                - Sólo encuentro una explicación: la hace compartida. Pero eso, Sofía, nunca me atreví a preguntártelo.
                - … Permítame, maestro, que no le responda. Al menos, no ahora –el vértigo me abruma-  aunque la contestación me ahogue la garganta…

                Quisiera refugiarme en esta cómoda penumbra unos minutos y, si me lo permite, cogerle en silencio la mano.